Muchos de nosotros solemos dormirnos demasiado pronto en los laureles. Si la mañana ha sido muy buena, tendemos a esforzarnos un poco menos por la tarde, a visitar un cliente menos y a reducir un tanto el empeño por conseguir el mejor pedido posible. ¡Curioso! Normalmente cabría esperar que el éxito actuase como estímulo y nos impulsase a aprovechar al máximo el viento favorable. ¿Por qué son tantos los vendedores a quienes el éxito, en lugar de vigorizarle les fatiga?
Creo que hay dos razones. Una es, ciertamente, que los éxitos nos halagan y nos hacen sentirnos orgullosos porque vemos en ellos el fruto largamente esperado de nuestro trabajo constante, fruto que nos autoriza a bajar el ritmo durante unas horas. La presión baja momentáneamente.
La otra razón es que nos hemos marcado inconscientemente una meta que refleja nuestro concepto de lo que creemos una cifra de ventas razonable. De este modo, si conseguimos un pedido excepcionalmente bueno, enfocamos la visita siguiente pensando que de ella resultará una venta mediocre. Y el resultado suele ser ése: pero no por un destino inevitable, sino como consecuencia lógica de nuestra equivocada actitud previa.
Todos nosotros somos capaces de lograr más de lo que hemos logrado anteriormente. Pero nos fijamos unas metas personales demasiado bajas. El día en que dejamos de atribuir nuestros éxitos a la buena suerte y veamos en ellos la prueba visible de nuestras verdaderas posibilidades y la oportunidad de un salto hacia adelante, ese día será el de nuestro triunfo personal. El gran éxito de hoy será nuestro logro normal de mañana.
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